En primera persona - Rodrigo Moreno




Los dieciocho primeros minutos de “Dark Passage”, de Delmer Daves (1947), son de una audacia magnífica. La cámara ocupa el lugar de la cabeza de Bogart. Literalmente. Un convicto se escapa de la cárcel de San Quentin y es rescatado por una mujer misteriosa. Hasta que decide realizarse una cirugía estética en su cara para que nadie pueda reconocerlo, no lo veremos sino a través de sus ojos. No se trata sólo de un punto de vista, ni siquiera de recurrir a una subjetiva sino que la narración toda se comporta como la parte de un cuerpo gigante e inverosímil. Resultaría una idea ingenua si no fuera porque Daves la sostiene durante dieciocho minutos sometiéndola a situaciones muy disímiles. La cámara se mira los zapatos, ¡se ata los cordones!, avanza entre los arbustos, entra a dos autos, lee artículos de diarios, cambia un disco e interactúa con personajes que no tienen otra salida que mirarla,
que actuar para ella y hacia ella. La cámara viaja en ascensor, se trompea con un desconocido y flirtea con Lauren Bacall. La cámara es la subjetiva total, la narración de “Dark Passage” se somete a lo que ve y escucha el personaje. Su voz, naturalmente en off, pasa de la réplica al monólogo interior sin prevención alguna. Esto además presenta un desafío interesante para el montaje que en ningún momento cede a la tentación del tiempo real sino que se mantiene firme en su elegante marcha de elipsis y de cortes entre subjetivas insólitas. 

Cuando el cine todavía era un evento exótico de ferias, existieron los ghost rides, viajes fantasmas a destinos turísticos en donde la cámara adoptaba el lugar del turista. Este subgénero rápidamente extinguido consistía en diversos planos de calles y edificios en donde la cámara se situaba siempre detrás de alguien para dar al espectador la impresión verosímil de estar allí. De este modo, la referencia de un gondolero incomodaba en cierto modo el plano de un canal de Venecia, o la de un marinero ocultaba parcialmente el puerto de Barcelona al que se estaba llegando. No resulta desacertado afirmar que es un antecesor de lo que hoy conocemos como realidad virtual. A diferencia de ésta, el acto de poner a alguien delante de cámara incomodando la vista de una catedral, me sigue pareciendo de una gracia magnífica. Por otro lado, el ghost ride producía un doblez temporal de carácter ontológico: la imagen había sido filmada (pasado) pero su voluntad de involucrar al espectador in situ generaba un tiempo presente irrepetible, casi teatral. El tiempo presente se transformaba así en una imagen mental. 

En épocas en las que proliferan películas malas, solemos ver que la cámara se comporta muchas veces de una manera boba, replicando por ejemplo aquel plano que atribuyen a los Dardenne, en donde la única idea de puesta en escena es ponerse a filmar espaldas y nucas que recorren una casa y salen a la calle, para, supuestamente, dotar de realismo (¿Realidad? ¿Lo Real? ¿Cómo era?) a las escenas, está bien recordar ciertas audacias formales y simpáticas, y claramente juguetonas como ésta de Delmer Daves o los primitivos viajes fantasmas. Nunca es un problema la falta de ideas, con una sola idea basta para hacer una buena película, incluso es bueno desconfiar de “las buenas ideas para un film”. Lo que sí resulta dramático es la falta de gracia. La gracia de entender al cine como un juego.








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