Hong en la tierra del diablo - Rodrigo Moreno




Cuando Hong Sang-soo filma en Cannes “La cámara de Claire” con Isabelle Huppert de protagonista, ha firmado un pacto con el diablo. Allí uno puede observar la platea detrás de cámara que aplaude boba cada zoom junto al murmullo de aduladores que ahora pueden ufanarse de haber participado de una película de su héroe marginal. Me refiero a los coproductores franceses y a los programadores que, como Mark Peranson por ejemplo, se atribuyen su descubrimiento ejerciendo un protectorado sobre el artista que principalmente servirá para protegerse a sí mismos en la carrera descarnada y frívola que se desata en el mundo de los festivales de cine. Los amigos del campeón, como se dice en la jerga del boxeo. Y Hong aquí cede a favor de ellos. Como casi siempre, filma una historia de encuentros frágiles pero esta vez no encuentra su habitual inspiración. La película sucede durante el desarrollo del festival que, por cuestiones de producción y, probablemente, de elección, el cineasta prefiere no mostrar. Durante uno o dos días ventosos, la película cuenta el cruce entre tres personajes: la bella Manhee, que es echada de su trabajo como empleada de una agencia de ventas internacionales, un director de cine coreano, So Wansoo, que está presentando su film en el festival y Claire, una poeta y fotógrafa madura de París que se entrevera con los dos personajes. Pero Hong no logra alcanzar esta vez la profunda ligereza de sus filmes. Las maniobras narrativas con las que Hong suele sorprendernos son aquí fútiles intentos por sostener en el montaje, un rodaje evidentemente fallido. Las emblemáticas escenas de bar palidecen frente al recuerdo demasiado cercano de sus obras pasadas. La repetición, como engranaje para dar cuenta de un mundo y de El Mundo, en “La cámara de Claire” funciona con la debilidad de un recurso aplicado por inercia. Pero tal vez la respuesta a ese fracaso obedezca a una razón bastante simple: Cannes es la tierra de los victoriosos.

Todo el cine de Hong se mueve siempre en oposición al triunfo y al éxito: sus personajes son víctimas del desamor, de la traición, de la derrota profesional, de la desorientación geográfica y emocional. Suceden en las inmediaciones de universidades remotas y de festivales de cine a los que no va nadie. Suceden, sobretodo, en el interior de Corea del Sur. Ciudades inhóspitas que produce el capitalismo duro y ordenado. La arquitectura funcional, los coches flamantes, la madera lustrada, confluyen en cada película como la escenografía perfecta para poner en escena la angustia existencial. En cambio, las calles pintorescas de la Riviera francesa, sus cafecitos y el Festival de Cannes en sí mismo, aún fuera de campo, atentan contra las intenciones del cineasta de trasladar su propio territorio emocional y visual. Al fin y al cabo, sus películas funcionan como una trinchera en donde los perdedores se juntan a beber y a amarse por un rato con el fin de soportar el enorme vacío de la que son (somos) víctimas. Allí radica la enorme vitalidad de sus escenas. Por alguna razón de progreso personal, Hong empieza a desconocer que no es lo mismo contar las dificultades de un cineasta ignoto en un festival de cierta provincia coreana que la de un cineasta que está en Cannes presentando su película. Distinguir una cosa de otra es una muestra saludable para un artista. Hong desconoce que la senda del perdedor a la que suele suscribir, resulta su propio jardín de las delicias donde puede recoger los mejores frutos.

Pero hay otra cosa: sus actores. El cine que practica Hong no podría realizarse sin ellos. No hay manera de que sus largos planos de borrachera resulten siempre fascinantes sin esa tropa de convencidos que lo acompañan película tras película. 

El actor, o la actriz, lleva a cuestas la responsabilidad de interpretar la verdad. Esto representa una carga pesada en el cine. Los lugares son, pero los actores tienen que demostrar en cada fracción de segundo la apariencia de ser y en esa regulación innata entre el ser y el parecer anida eso que se transmite como verdad. No hay película en la que Hong falle en este sentido. Su núcleo de verdad permanece más allá de los trucos narrativos y los recursos técnicos. Su sistema basado en una complicidad con los actores que parece ancestral, sobrevive a los giros formales a los que viene sometiendo su filmografía; zooms, planos largos y ahora cámara en mano. Y aquí la palabra clave resulta convicción. Aún en la confusión y en la incertidumbre, los actores de Hong siempre aparentan estar convencidos de lo que hacen, de lo que sienten y de lo que dicen. En casi todos ellos predomina, además, el sentido del humor. 

Con Isabelle Huppert dedicada a que no se noten ni sus arrugas ni su baja estatura, y con los propios actores coreanos más tensos que de costumbre, no hay verdad posible porque nadie parecería estar muy convencido de estar haciendo lo que hace. En todo caso todos se esfuerzan por aparentar estar haciendo una película de Hong Sang-soo. Hong incluido, claro.

Huppert, que ya había trabajado con él en “In another country”, interpretando a una forastera –el clásico rol que Hong le asigna a sus protagonistas– aquí viene en representación de los locales. Pero los locales ahora resultan los productores y programadores para los que esta película ha sido realizada. Tal vez en aquella otra, filmada en Corea, la inclusión de Huppert también haya sido una ocurrencia de sobremesa festivalera, pero entonces la actriz era una visitante dispuesta a sumergirse en el mundo de las conversaciones trascendentales que, a golpe de soyu, se vuelven rápidamente absurdas. Ahora las cosas han cambiado. Huppert camina por La Croisette con la conciencia de saber lo que eso representa. Y Hong es una criatura más de un elenco de cineastas geniales a punto de ser fagocitados por un festival de cine.

Pero esta historia tiene final feliz. Luego de aquel traspié, Hong Sang-soo logra recuperarse con la velocidad de un rayo. Apenas un año más tarde filma “El hotel a orillas del río” (“Gangbyeon hotel”). Íntegramente realizada en alguna localidad perdida de Corea del Sur, con sus actores de siempre (vuelve el genio de Kwon Hae-hyo, el protagonista de “El día después”), Hong se decide a volver verdaderamente a lo suyo: el protagonista, un viejo poeta, marginado de todo, vive de prestado en un hotel semivacío y reúne a sus dos hijos para despedirse. La película, filmada en blanco y negro y, curiosamente, en mano, se desarrolla con una simpleza pasmosa. Sin embargo, el retrato detallado de un poeta viejo que se ha quedado solo permite llegar al fondo de algo difícil de ser nombrado pero que se intuye verdadero. “El hotel a orillas del río” es una de sus mejores películas.

A Hong le habían tendido una trampa pero deshizo su contrato a tiempo. El diablo puede esperar. 



Comentarios

  1. El artículo de Rodrigo Moreno me parece una demostración de que se puede considerar un film desde una perspectiva formal y, al mismo tiempo, hacer un imprescindible acercamiento a la dimensión semántica. Me gustó mucho su precisión técnica y su sensibilidad frente a lo que la sintaxis cinematográfica permite ver. Hong también debe estar agradecido porque no debe haber filmado todos esos coreanos borrachos solo para probar cómo se acerca o se aleja la cámara. Grande Rodrigo, cosas así se leen en los muy buenos críticos y me alegra enormemente encontrarlas en tu nota.

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  2. Va por cuarta vez, espero que esta vez quede publicado.
    ¡Gracias, Beatriz! No te imaginás cuánto me alegra tu comentario. Ahora, nobleza obliga, son los compañeros de RdC, y vos no estás exenta, los que me impulsan a afilar el lápiz cada vez más. Te mando un abrazo, Rodrigo.

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