Hong Sang-zoom - Alejo Moguillansky





Que las películas de Hong Sang-soo tienen una ascendencia en los films de Eric Rohmer no es un secreto para nadie. No es el rol de este pequeño escrito decir en qué se parecen. Hemos decidido dejar esos problemas para los estudios comparativos de la academia. Pero sí, en cambio, concentrarnos en un pequeño asunto: el zoom. 

Hong ha reinventado el uso del zoom con incalculable gracia. Su voluntad de resolver las escenas en plano secuencia lo ha hecho ir a buscar el zoom de manera deliberada. Hong parecería preguntarse a cada cuadro del desarrollo del plano qué es lo que debemos mirar en esa escena. La respuesta a esas preguntas, está claro, las trata de responder el zoom. Es nítido que cuando un cineasta se apropia de tal manera de un procedimiento volviéndolo inseparable de lo narrado, la pregunta inevitable es qué hacer en la película siguiente con esa misma figura. Por una larga serie de films Hong va desarrollando sus capacidades con el zoom de manera incondicional y partidaria. Su infinita capacidad para variar dramáticamente la distancia focal  vuelve a la relación entre el cineasta y su lente un deporte de alta competencia. Es tal la carga irónica, el talento ciego con el que ejerce la complicidad que generan esos movimientos que al asunto no le queda otra opción que tender hacia la aceleración, con la misma convicción de una sinfonía esmerada en romper el récord de sus capacidades de desarrollo para variar y hacer reaparecer los motivos en los lugares más impensados. Como un adicto Hong engrosa de tal manera el espesor formal que resulta difícil recordar con precisión cada uno de sus films. Todos ellos son parte de una misma película.

¿Pero de dónde vendrá esa idea del zoom como aliado, como soldado en primera línea de fuego? La pregunta ya está respondida. Cuando Rohmer usa el zoom en sus Cuentos Morales, concretamente en La Rodilla de Clara, lo hace de forma invisible. Y así la mantendrá. Cuando en una escena en un resguardo de la lluvia tiene que resolver ir desde un plano de Clara llorando hasta el gesto abusivo de Jerome de posar su mano sobre su rodilla, lo que nos hace llegar hasta ese detalle es efectivamente un zoom. Eso es argumentable: un travelling habría resultado muy pesado, demasiado subrayado para el sistema mozartiano de Rohmer, un corte habría interrumpido la voluntad de registro de un plumazo. Se llega al zoom por necesidad, por voluntad de realismo documental, porque la lluvia, Jerome y la rodilla de Clara en ese momento conviven en un tiempo que no es mensurable y por ende tampoco suspendible por un corte. 

Esas figuras modernas fueron inventadas con una pata aún en cierto clasicismo. Y ese espíritu mozartiano doblega a Rohmer a no ponerlas en primer plano. En alguna entrevista Rohmer dice: “Estoy totalmente reconciliado con el silencio. No me pesa en absoluto”. Ese silencio parecería ser el que Hong está por momentos a punto de perder en su obstinación deportiva. Pero tampoco es un problema suyo. 

La pregunta en todo caso para el presente es si el silencio aún puede formar parte de un relato sin por ello volverlo forma aprehensible, masticable y digerible para la platea. Algo parecido sucede con Djokovic y Federer. En uno recordamos cada uno de sus golpes, su efectividad y sus velocidades en cada lugar de la cancha. Con el otro no se sabe qué decir. Sencillamente nos callamos y miramos un paisaje  en el que la palabra forma y belleza parecerían ser sinónimos.


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