Sobre el viento - Alejo Moguillansky

             

            
Desde anoche el viento sopla desatado. Un sinfín de hojas secas de paraíso se arremolinan en el pasillo contiguo a la casa impidiendo el sueño. ¡Ay las frecuencias altas impiadosas y crujientes se arrogan todo el primer término del paisaje sonoro! ¡La veleidad del agudo, autor oculto de esa estupidez figura-fondo, serpiente-cascabel malintencionada que insiste como un guitarrista de poca monta en continuar su solo con políticas temporales pornográficas que creen en esculpir su virtuosismo frente una platea azorada ante a las capacidades oratorias del charlatán! ¡Es Eolo quien sopla, embustero! ¡El Señor de las espirales y los círculos, de los centros desplazados y abatidos! ¡Cómo se te ocurre hacer tu ridículo numerito de la viborita aquí en nuestra casa enhorabuena objetivada por el viento!

De eso se trata filmar el viento. No sólo para el sonidista del párrafo anterior que pelea contra el aguzado ego del ofidio danzarín a fines de contemplar con algún talento ese magma impreciso de sonoridades medias y graves opacadas por el adobe que se arremolinan en torno a la casa. El juego está en ir encontrando puntos allí donde creíamos que no existían, frecuencias insospechadas, imágenes de hierros lejanos golpeando, de aquellos sombreros de lata en su ineludible destino giratorio.

Con qué razón Jean Renoir desarma el picnic en “Déjeneur sur l'herbe” con ese inconmensurable viento; el mundo entero se levanta y desorganiza; arranca el ballet de burgueses con trajes y cuerpos incompetentes para la quijotada; se arriesgan tiernas torpezas entre damas y caballeros ante las que nos rendimos, una colección de modales que ya no tienen sentido ni respuesta en esos cuerpos ahora (como nuestra casa) objetivados por el viento. Lo que era farsa, pose, teatro y enredo deviene abstracción y lenguaje inasible. Se vuelve a filmar eso que hay entre un cuerpo, un árbol y un río –que en esta precisa ocasión se llama viento. Las lentes cortas y los planos generales, las relaciones entre los cuerpos en profundidad con los primeros términos logran que la forma tenga sentido y no mensaje. Un sentido que es exactamente el de la falta del mismo. No hay primeros planos que pongan el acento en el esfuerzo, en la entereza, en la obstinación, en la agonía. No hay perspectiva visual ni psicológica. Hay, sencillamente, viento que ladea árboles y personas con la misma intransigencia y ligereza objetivadora. Se trata de momentos donde cineasta, actores y actrices entienden que en la distancia del espacio está la forma. Que todo lo que hagamos en contra de ello será sobreactuación, paso en falso, o una decisión negligente y abyecta.


En aquel plano de la segunda escena de “El Espejo” de Tarkovsky donde el personaje de él, portafolio en mano, se aleja de cámara en ese cuadro con unos arbustos en primer término, un pequeño arbusto en profundidad y la inmensa ladera verde, vemos al viento venir hacia cámara. Primero mueve el arbusto del fondo, luego el saco de él, que se da vuelta para resguardarse el rostro y mirarnos. Finalmente el arbusto en primer término hace su danza arremolinada y no defrauda. Se ha filmado el viento en su tránsito de forma epifánica, sí. Pero sobre todo se lo ha filmado a él, que no ha hecho nada más que mirarnos. Lo mismo que hace aquel personaje de "La tormenta en el Mar de Galilea", de Rembrandt, aferrado con una mano a la soga que une el borde de la nave con el mástil. Es el único personaje que no tiene una acción clara de todo el conjunto. Una mitad está en proa peleándose con las velas al viento. La otra mitad en popa asistiendo a Jesús antes del milagro. Ese personaje, que no es otro que Rembrandt retratado, sencillamente nos mira agarrándose el gorro para que no se le vuele en medio de la tempestad. Y una vez que lo vemos es imposible quitarle la mirada de encima. En el cuadro de Rembrandt y en el film de Tarkovsky la conclusión es la misma: no se puede mentir frente al viento.




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