El mejor cigarrillo - Laura Spiner





Una boca de mujer se abre delicadamente. Un collar de perlas adorna su pecho. Un beso profundo mientras los amantes se acuestan en la cama, el mismo beso en transparencia, sus bocas vuelven a acercarse y besarse. Ella permanece recostada. Luego su brazo se suelta y flota, dispuesto a delatar cada señal del amor carnal. Todo el erotismo recae en ese brazo. Ella se retuerce de placer, con las manos se agarra la cabeza hasta que llega el momento de éxtasis. Entre los muchos rumores que se generaron por la interpretación de Hedy Lamarr se cuenta que el director le clavó un alfiler para que el grito de la actriz fuera penetrante. 

La escena pertenece al film “Éxtasis” (1933) de Gustav Machaty, en donde se filma una relación amorosa, más precisamente, el momento de éxtasis de la mujer. A lo largo de la escena lo erótico es un frenesí que se ordena en busca de contener su tormenta interior. Y esa composición plástica está dada por la mejor herencia del cine mudo: luces, sombras, subrayados de emociones, hasta de sobreactuaciones. Aspectos expresionistas pueblan la escena erótica. Música estridente en planos cortos del cuerpo y de objetos. La nocturnidad narrada por un candil a aceite. Imágenes de cuerpos en el espacio y de objetos que se tensionan sobre el cuerpo de esa mujer entregada al placer. La escena construye su belleza en la interacción de contrastes, tensiones y distenciones, geometrías y desviaciones. Lo que constituye la belleza no es sólo la unión de elementos opuestos sino su propio antagonismo, la manera activa en la que uno tiende a apoderarse del otro, a imprimirse en él como una herida, como un despojo. Escribe Baudelaire, “entonces lo bello que sólo existe en relación a lo que se destruye, se ostentará como un reposo devorado por la tempestad”. Y en el final de la escena la muchacha desbordada de placer, habiéndose encontrado con el puro éxtasis prende un cigarrillo y fuma en la cama con el humo adornando su rostro. Tiene la mirada perdida y un brazo angulado sobre su cabeza, como “La maja desnuda” de Goya ella también está despojada del misticismo virginal, ofrendándonos una sonrisa lujuriosa y sin recato alguno, dándonos a su vez la sensación de que se nos convida, sin mostrar pudor alguno. En cambio, en el contraplano (en esta escena sería imposible hablar de correspondiente) se encuentra su amante –ausente a lo largo de la escena–, petrificado ante semejante actuación, ante tanto erotismo, observándola fijamente y dispuesto a encenderle el cigarrillo, ¿qué más podría hacer?

Digámoslo: aquí no hay hombre que valga.  

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