Una vasija de cerámica - Malena Solarz







Hace unos días fui beneficiaria de los algoritmos de internet: combinando mi gusto por la alfarería con mi gusto por el cine, llegó a mí un cortometraje de 1926 con el nombre de “The pottery maker”. Dura menos de ocho minutos y comienza con unas placas en las que se introduce brevemente la artesanía cerámica así como el antiguo torno “a patada”. Luego, mientras un ceramista trabaja una pieza en el torno, una nena y su abuela visitan el taller para comprar una vasija. Lo poco que hemos visto del trabajo del artesano es suficiente para entender que tal actividad requiere un gran dominio del equilibrio, del ritmo y de la concentración. 

Aunque nunca salimos del pequeño taller, el montaje genera un paralelo entre la abuela que revisa algunas opciones de vasijas, y la nena que curiosea por el lugar. La señora está cómodamente sentada y los pasos de la nena se acercan al torno con la pieza sin terminar: se anticipa un desenlace fatal. De repente, los dos adultos reaccionan bruscamente ante algo que sucede fuera de campo, y descubrimos que la niña ha convertido esa vasija en proceso en un montón de arcilla sobre la platina del torno. El ceramista consuela a la nena diciéndole que puede volver a hacerla sin problemas y así, con la curiosidad paciente de los documentales didácticos, la película registra el proceso entero de una nueva jarra, ante la admiración de las visitantes. Al terminar, el artesano cobra la vasija escogida por la anciana y le regala una tacita a la nena, pero el cortometraje continúa con el secado, esmaltado y horneado de eso que comenzó siendo un trozo de barro y que ahora ha tomado forma delante de nuestros ojos. 

La minuciosidad con la que se describe cada maniobra sobre el torno me resulta llamativa así que intento buscar algún dato más sobre el film: solamente bajando un poco el cursor por la pantalla de Youtube descubro que se trata de un trabajo por encargo del Metropolitan Museum, dirigido por Robert Flaherty. Y así, por los misteriosos algoritmos neuronales, recordé una pequeña anécdota de hace unos años. En un recreo entre exámenes finales, escuché en los pasillos de la facultad a un profesor que interrogaba a un alumno de la siguiente manera: “Entonces para Bazin, ¿qué montaje está prohibido?”. La frase estaba completamente descontextualizada, pero recuerdo haberme reencontrado con ese malentendido varias veces, antes y después de esa anécdota. 

Hay algo que colabora con el equívoco: el artículo citado se llama, efectivamente, “Montaje prohibido”, aunque no sea un manual normativo sobre cómo se debe usar el montaje. También es cierto que, al describir las escenas de “Nanook el esquimal”, por ejemplo, Bazin olvida los cortes que Flaherty tuvo o eligió hacer para mostrar a Nanook luchando hasta el cansancio para cazar una foca a través de una enorme capa de hielo. Pero si ese error le es útil para pensar una teoría propia sobre el cine, también nosotros podemos interpretar su texto llevándonos de él lo que querramos.


El punto, en realidad, no es si se debe o no cortar, sino las posibilidades que tiene el cine de hacernos ver. No importa si se fragmenta el espacio, si se interrumpe el flujo temporal, si se recrean situaciones, si se actúa o no: el cine sirve, entre otras cosas (pero tal vez sobre todas ellas), para hacernos ver. En “The pottery maker” Flaherty nos hace ver el pequeño accidente de la jarra sin mostrarlo, y reconstruye mediante cortes el proceso de fabricación de una nueva. A lo largo de esos ocho minutos de duración, las labores del artesano y del cineasta se revelan ante nosotros como la forma de una vasija que emerge de un montón de barro.


Comentarios

Entradas populares