Una versión de la modernidad - Mariano Llinás





En su libro de notas sobre Chopin, André Gide (además de quejarse sobre quienes “insisten en interpretar a Chopin como si fuera Liszt”) ensaya una definición, con la contundencia de un uppercut: Chopin debe ser interpretado, dice, como si cada nota se estuviera encontrando en el momento, como si quien escucha estuviera presenciando el hallazgo de la creación en tiempo presente. Ese axioma le sirve a Gide para cargarse lo que la crítica especializada años después definiría como “virtuosismo”; esto es, la exhibición de habilidades sin riesgo, la vana manifestación de un saber o de una técnica, que, de tan probada, sólo contribuye a engrandecer al intérprete y sus dotes, pero que nada agrega a la obra, ni al mundo. 

Gide, como al pasar, nos ofrece una versión de lo que años después varios insitirían en llamar “moderno”. Esto es: la obra que da cuenta al mismo tiempo de su propia ejecución, de su propia condición de material en proceso. Y agrego: la obra que se resiste a ser mercancía, y aspira a inscribirse en esa otra historia; aquella que los hombres han escrito como si fuera un diario de viaje o un parte de guerra. Los avatares de su  propio pensamiento y su propio derrotero en procura de la belleza. 

Pienso en Parker, o en Faulkner, o en Picasso. Pienso (de manera un tanto indulgente) en Godard y en Cassavetes. ¿Es esa la receta de toda pieza que aspire a llamarse “moderna”? La sensación de que está siendo pensada frente a nuestros ojos, de que cada nueva palabra, o imagen, o sonido es un azar, un descubrimiento, y que ese descubrimiento -de tan irresoluto- sigue en estado gestacional, como esos niños que uno va a visitar al Sanatorio a los pocos días de haber nacido, a los pocos días de haber abandonado, como peregrinos,  el vientre materno, y sobre los que la experiencia diaria no ha dejado aún sus huellas (y tienen aún el pelo duro de los meses prenatales, los ojos cerrados, y un agujero en el cráneo, como esos vacíos atmosféricos que-nos dicen- proliferan en el Polo Norte).



Comentarios

  1. Hola Mariano,
    El ropaje que deja ver sus costuras; como Frankenstein (ese también recién nacido) y sus cicatrices desde el vamos.
    ¿Cómo dar cuenta de algo sin que ese algo lleve adosado lo que dar cuenta es?
    Toda obra moderna aspira a la honestidad, y es por eso que en estas piezas abundan adrede los signos de lo imperfecto: tajos, deformaciones, marcas, disonancias, heridas, etc.
    Abrazos,
    Bruno

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    1. Querido Dubner:
      "Toda obra moderna aspira a la honestidad". No estoy seguro. La honestidad y la belleza ¿siempre son amigas? Y ante la disidencia ¿Por quién hemos de inclinarnos?

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  2. No creo conocer belleza deshonesta, Arsenio.
    Cada vez que se me hace presente, intuyo que algo en relación a la verdad (no la de los diarios...) se pone en juego.
    Abrazos,
    Bruno

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    1. ¿No ha conocido belleza deshonesta? Ha tenido usted suerte en la vida, mi querido amigo Dubner...

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