La cicatriz - Laura Spiner



Volveremos una y otra vez a aquella escena sin drama aparente en los estudios Cinecittà en la que Camille sube por primera vez, después de las animosas palabras de su pareja, el guionista Paul, al Alfa Romeo del cautivador Prokosch. El auto arranca lentamente bajo el cálculo atento del actor americano con el camarógrafo, mirada a cámara incluida como si de marcas atléticas se tratara, indicando el comienzo del movimiento. Cuando la supuesta sincronía entre las máquinas está establecida, de repente, como si se hubieran extraviado fotogramas, el auto acelera, desarmando toda coreografía móvil posible, y desaparece ante el contraplano de un desincronizado Paul que observa cómo a la distancia la bella Camille se pierde en el espacio.

Esta escena que se repite a lo largo del film, y que incluso se reconstruye reemplazando el auto por una lancha en la mitad del Mar Mediterráneo, nos muestra lo que le ha ocurrido a una pareja durante una milésima de segundo; el instante preciso donde se produce el corrimiento del amor al desprecio y en el que se instala el desconcierto. El travelling de izquierda a derecha y el inesperado corte a Paul recorriendo desde profundidad de campo el   plano de derecha a izquierda escenifica el desfasaje, la desincronización, el cambio de opinión, el movimiento del amor a la repulsión. A partir de ese momento ya no hay en la película unidad posible sino todo lo contrario, será cuestión de hacer notar el corte, la cicatriz. Como si fuera una herida profunda, igual que aquella famosa marca que la anciana Euriclea reconoce en el muslo de Ulises, allí se instala la escena. Surgida del montaje, la cicatriz irrumpe en el curso de la acción. Y en correspondencia con el sentimiento homérico, en vez de dejarla ser una simple marca, también Godard tiene que ponerla de manifiesto, mostrarla, exhibirla a plena luz del día: nada debe quedar callado ni oculto. 



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