Traducir a Lumière - Malena Solarz





Hace unas semanas, cuando circularon por internet las versiones en 4K y a 60 cuadros por segundo de las vistas de los Lumière, se escribieron dos textos (de Laura Spiner y de Juan Villegas) que reaccionaban de manera contraria. La discusión entre los artículos me hizo pensar en un conflicto irresoluble en el trabajo con esos materiales. 

Una de las discusiones es su denominación. ¿Es una restauración, una intervención, una variación, una actualización (“De-Oldify”, como dicen en YouTube)? Estos cortos en particular fueron realizados con una tecnología que no simplemente “limpia” el original, sino que lo rehace prácticamente desde cero, “enseñándole” a una computadora a generar imágenes casi idénticas a las de los Lumière. Algo más parecido a una rotoscopia digital. 

Pero más allá esto, creo que el problema pasa por otro lado: aunque sepamos que el cine tiene características técnicamente reproducibles, recuperar hoy por completo las condiciones en las que aquellas películas fueron proyectadas en el Grand Café es imposible. No sólo porque nuestros ojos no son los de los espectadores de fines del siglo XIX, sino también porque el propio material ha tenido un desgaste, una vida, un recorrido.

Por eso, el abordaje de estos films se podría analogar con la tarea de la traducción literaria. Para tomar un texto, siempre tenemos que elegir qué aspecto del original privilegiar por sobre otro. Podemos preferir mantener algún juego fonético, el aspecto semántico, o cierto ritmo de la escritura; pero también se puede intentar recuperar un cierto efecto que ese texto generó en los lectores de su lengua original (o de su tiempo original). Nunca hay transparencia, siempre hay deformación: las tensiones que se juegan en aquellas decisiones operan inevitablemente sobre el original, lo alteran, lo reformulan. 

Benjamin decía que la supervivencia de un texto se extendía con cada traducción, por más fallida que fuera, y que existía una especie de “traducción utópica” que era algo así como la suma de todas las traducciones más el original. Ese horizonte siempre inalcanzable que implica traducir un texto (o restaurar un film) es el que hace que todavía hoy se siga intentando. Y con cada intento, alguien vuelve a pensar, alguien resulta horrorizado o fascinado, o la obra puede encontrar un nuevo lector (y viceversa). En el cine, además, existe una intervención ineludible de la técnica, pero eso no reduce sino que complejiza el problema de esa traducción. No se trata de ver “lo mismo”, sino de poner en relación el presente y con la Historia, y no hay una sola forma de hacerlo.

Muchas veces la gente se refiere despectivamente a alguien o algo como “una pieza de museo”, connotando que ya pasó a ser un objeto inerte que se expone con fines casi fetichistas. Esa visión desprecia lo que sucede cuando uno toma contacto con esas piezas exhibidas. En mi caso, nunca sentí que una pintura estuviera más viva que cuando la tuve delante, aún después de varias restauraciones, decisiones curatoriales y discusiones sobre cómo iluminarla (o incluso, tal vez, gracias a todas ellas). Los museos son lugares en los que puede circular mucha vida. 

El año pasado, en un seminario sobre la historia de los archivos audiovisuales dictado por Paula Félix Didier (quien colabora en próximo número de la Revista de Cine), se planteaban las dificultades que tienen hoy estas instituciones para pensar cómo salvaguardar la inmensidad de materiales audiovisuales que se producen. ¿Qué conservar hoy para ver mañana?

En Argentina, ese problema parece del futuro. Tal vez, si existiera una Cinemateca en funcionamiento (como se viene reclamando desde hace años) la discusión acerca de cómo relacionarnos con estos materiales, su circulación, su intervención, su exhibición, sería más frecuente entre cinéfilos, cineastas o críticos, como lo era para Langlois y Renoir en esa película/ensayo/clase magistral llamada “Louis Lumière”, de E. Rohmer. Como decía Godard al presentar una retrospectiva de Lumière en la Cinemateca Francesa, los espectadores de hoy podemos coexistir con los de 1895, pero no sin atravesar una especie de pasaje que es, a la vez, histórico y estético. Reencontrarse más a menudo con los “films del pasado” (aunque todo film tenga algo de pasado y algo de presente) permitiría, tal vez, actualizar esa sensación de fascinación u horror que tuvieron los primeros espectadores de los Lumière.

PD: Mientras tanto, un grupo de investigadores del Museo del Cine, a cargo de Carolina Cappa, publicó un libro que compila imágenes y textos sobre un archivo de los comienzos del cine en Argentina: “Nitrato argentino”, una hermosísima versión en papel de un proyecto mucho mayor, del cual por ahora pueden verse algunos descubrimientos fascinantes aquí:













Comentarios

  1. Siempre muy fan de los textos de Malena en la Revista! Bello y lúcido.

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    1. Muchísimas gracias, Pablo. ¡Saludos!

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